Pyl y Myl, imagen perfecta del atuendo escénico en España
durante los años veinte y treinta, en su vertiente más moderna
En la primera parte de este Intermedio os he hablado sobre la imagen más folclórica del atuendo de las cupletistas y bailarinas españolas durante los años veinte y treinta. La otra vertiente, la más moderna y efímera, se vio influenciada fuertemente por el cine de Hollywood, las revistas musicales francesas y, sobre todo, por los nuevos ritmos de baile: el charlestón, el jazz y el tango. Este atuendo perduró en la revista musical durante décadas, y le dedico un capítulo que, siempre desde el cariño, he titulado
El reinado de la pluma
Hemos visto que en estos años, ya perdida la sicalípsis (para siempre jamás) y encontrado el filón del sentimentalismo, el cuplé se ha visto dignificado no solo en su contenido sino en su forma gracias a artistas como La Goya o Raquel Meller. La primera impuso el cuplé a transformación, cambiando su vestuario para cada número. La segunda adoptó está moda y la perfeccionó, convirtiendo cada canción en un número individual, una pequeña representación de apenas unos minutos que no necesitaba ni tan siquiera una escenografía ad hoc para funcionar. El vestuario de las cupletistas "serias" se caracterizó en esta época por... la falta de características, precisamente.
María Conesa, con sombrero mejicano, también adoptaba
diferentes vestuarios para cada uno de sus temas
Ni ellas ni otras de su generación serían ya capaces de lucir las provocativas deshabillés que en su momento desvistieron sabiamente a artistas como Chelito, Preciosilla, la Cachavera y muchas otras (incluida la Meller de su primera época). Y sin embargo, siempre ha necesitado la escena de guapas señoritas que lucieran sus encantos como reclamo para los espectáculos más frívolos.
Si una cancionista de primera fila, con su respetable y aburguesado público, no se atrevía a mostrar chicha y además se podía permitir el no hacerlo, allí estaban, haciendo cola a la puerta del teatro, cientos y cientos de espléndidas muchachas dispuestas a enseñar lo que hiciera falta. Estas chicas, guapas, vistosas y mucho más esbeltas que sus antecesoras de veinte o treinta años atrás, tuvieron su oportunidad para conseguir la fama empezando como coristas en los cuerpos de baile. Su atuendo, como es de imaginar, era lo más escueto posible. A medida que ascendían puestos, aumentaba la riqueza de los tejidos y sobre todo se le añadían plumas y más plumas, y cada vez más plumas. Pero seguían enseñando todo lo que fuera posible, y cada vez más hasta llegar durante la Primera República al desnudo en escena, que por su importancia se merece entrada aparte. Sin llegar a este extremo del desnudo, incluso las cupletistas más veteranas, como Carmen Flores, se vieron obligadas a lucir piernas, escotes y, sobre todo, plumas y más plumas.
Carmen Flores, cupletista veterana, también se apuntó
a la moda de la pluma, superando a todas las demás...
... con excepción de Edmond de Bries, su principal
y peligroso adversario en el reinado de la pluma
Los entrañables espectáculos de variedades van desapareciendo, y sus artistas se ven obligados a reciclarse al circo o a los pequeños escenarios de los pueblos. Pero en la gran escena las variedades no desaparecen sino que se transmutan, con gran esplendor, en la revista musical de gran vistosidad. Empresarios como José Juan Cadenas -otrora esquivo novio de Fornarina- producen espectáculos inspirados en los montajes de París o Nueva York, invirtiendo grandes sumas en vestuario, decorados e iluminación.
En la revista "Noche Loca" de 1928, se bailaba el tango apache
y el argentino. Las coristas con lanzas no tienen desperdicio
Al igual que existió un primer uniforme de cupletista y un segundo uniforme de folclórica, en estos años existirá un nuevo atuendo uniformado para la revista musical que, a grandes rasgos, constaba de los siguientes elementos:
- Escuetos conjuntos de dos piezas, formados por cuerpo y pantalón corto, o de una sola pieza tipo "mono", inspirados sin remordimiento alguno en los maillots de baño. La libertad de movimientos que permitían y su no menor libertad a la hora de destapar el cuerpo de la mujer, hizo este atuendo el ideal para las vedettes, coristas y para las bailarinas más atrevidas.
El estilo de Clara Bow, la primera "flapper", influyó
poderosamente
en la moda y en los escenarios españoles
La gran Celia Gámez, diva entre las divas, en los inicios
de su carrera, con "maillot" y tocado de plumas
- Vestiditos cortos, con flecos o volantes, de talle bajo en los años veinte y con línea tubular en los treinta, con tirantes caídos y amplios escotes, en muchas ocasiones en la espalda. Este estilo flapper(1), llegado con el cine desde Hollywood de la mano de estrellas como Joan Crawford o Clara Bow, también fue adoptado en la calle y era el ideal para bailar el charlestón o el tango.
La bellísima Conchita Dorado, bailarina de charlestón
entre otras cosas,
fue una atrevida "flapper" a la española
- Algunas cupletistas adoptaron en alguno de sus temas, y especialmente para la danza, el atuendo masculino considerado más elegante en aquellos años: frac, pantalones de pinzas, chaleco blanco, camisa y corbata de lazo igualmente blancas, sombrero de copa y zapatos de baile acharolados.
Irene Cuellar, en 1922, preparada para bailar cualquier
cosa: desde un cake-walk hasta un claqué
- Aparatosos tocados altos, enormemente imaginativos, casi siempre con plumas y, como contrapartida, una moda que duró pocos años pero ha resultado ser inolvidable: el sombrero de copa (el top hat de Fred Astaire) o chistera, sombrero básicamente masculino pero que muchas artistas adoptaron por su enorme cualidad favorecedora.
María Caballé, Tina de Jarque e Isabelita Ruíz, luciendo
"maillots" de lamé y altísimas plumas de marabú
A Reyes Castizo "La Yankee", a pesar de ser sevillana,
no le dio por la peineta sino por el sombrero de copa
- En cuanto a los tejidos, se impusieron principalmente para la escena: el lamé (tela brillante realizada con hilos metalizados, normalmente dorados o plateados), el satén (con su caída ideal para el baile), las gasas y tules bordados con lentejuelas o pedrería y las telas íntegramente cuajadas de pailletes, en todos los colores posibles. Mención aparte merecen los flecos, siempre en movimiento, el remate más alocado para los vestidos de baile.
- Mención aparte merece una extraña moda escénica: el regreso del miriñaque. Inspirado directamente en el del siglo XVIII, este aparatoso accesorio fue adoptado por vedettes y cupletistas con un entusiasmo digno, sin duda, de mejores causas. Todas, desde la Goya a Tina de Jarque, pasando por Raquel Meller o Conchita Piquer, llevaron este "pegote" interior, sobre el que pendían volantes, lamés abiertos cual cortinones o todo tipo de colgantes. La moda, para más pasmo, duró una década larga.
En cuanto a los accesorios: las medias de seda, las carísimas mallas para la escena (en muchas ocasiones, toda una inversión para la artista); los zapatos "joya", de tafilete o forrados de satén, con tacón medio, el más indicado para el baile; los abanicos de plumas de avestruz; los exóticos turbantes y la última moda en sombreros, los casquetes, adaptados a la forma de la cabeza y cubriendo casi completamente los ojos; y por último, aunque no menos importantes, los larguísimos collares de perlas o cuentas de cristal, una de las imágenes más prototípicas de los años veinte junto con los también largos pendientes.
Teresita Zazá se apuntó a la moda del turbante, el collar de cuentas
y los pendientes largos, en este caso uno y otros de coral
En lo que se refiere al maquillaje y la peluquería, nunca como en esta época se han confundido calle y escenario, alegremente unidos y compenetrados. En esto, como en otras cosas, la enorme influencia del cine marcó la pauta. Por ello, no tengo claro si la mujer de la calle imitaba a la artista o ésta, simplemente, lucía en escena la misma imagen de la calle con muy pocos cambios: bajo la luz de los focos el maquillaje tenía que ser a la fuerza más oscuro y contrastado, pues corría el peligro de difuminarse y "perderse". Los peinados, de los que ya os hablé en la primera parte de esta entrada, seguirán basándose en las ondas al agua, la brillantina a tutiplén y los cortes a lo garçon, que tanto escandalizaron a los ciudadanos más conservadores.
"Cinco alegres chicas del Romea" en 1930
(Perlita Greco,
arriba a la izquierda), maquilladas y peinadas para su época
Resumiendo: el atuendo de la cupletista, en esta última época, se reconvierte en el uniforme de la revista musical, con sus espectaculares y desvestidas vedettes. La cupletista se convierte en cantante y se viste a la moda, lo más elegantemente posible, o se "transforma" para interpretar un tema en concreto, cuando no se pasa directamente al folclore sin hacer parada alguna por la transformación. La bailarina asimismo se hace flamenca o se reconvierte en corista, ansiando cubrir con plumas y más plumas su reducido maillot.
Adelita Adrián, corista de 1928, dándole la espalda
al cuplé con elegante displicencia
En definitiva, el cuplé agoniza, las variedades desaparecen y los tiempos cambian, sin posibilidad de dar marcha atrás. En 1936 da comienzo en España una sangrienta guerra civil. Cuando ésta acabe, el cuplé habrá muerto y con él toda una luminosa manera de entender el espectáculo, y la vida.
(1) La flapper, la chica liberada de los años veinte, se caracterizaba por sus faldas cortas, su pelo corto, su maquillaje exagerado y su afición al baile y la bebida. Comparadas con sus madres, las flappers constituyeron la mayor ruptura en moda y costumbres hasta la fecha, hasta que a su vez fueron superadas por la generación de la minifalda, en los años sesenta.