La Fornarina y otras cupletistas que marcaron una época

La Fornarina y otras cupletistas que marcaron una época: mujeres ayer admiradas, hoy olvidadas

lunes, 7 de marzo de 2011

Intermedio: Las joyas de la Fornarina


Fornarina con parte de sus "pedruscos": una cupletista
sin brillantes
era como un jardín sin flores


En el annus horribilis de 1913 -que para Consuelo marca el comienzo del fin de su relación con Cadenas- un suceso que podríamos calificar como un intento de estafa, empaña aún más si cabe una situación personal bastante inestable.
Ya hemos hablado de la importancia que las cupletistas le daban al lucimiento de joyas de gran valor y vistosidad. Especialmente los diamantes eran considerados como el adorno imprescindible de la mujer elegante y, sobre todo, como la demostración más palpable de su poder adquisitivo, de su fama y de la calidad de sus admiradores. Además tenían un gran valor como inversión de futuro, en tiempos en los que una pensión o un seguro de vida quedaban descartados por su rareza. Por todo ello no es de extrañar que artistas de renombre (Úrsula López, Julia Fons, Rosario Pino, Preciosilla, Fornarina,...) tanto en el teatro serio como en el género ínfimo, se convirtieran en auténticas expertas en diamantes, en lo que a carats, engarces, tonalidades y tallados se refería. Era difícil engañarlas, pero no imposible.

Ursula López, prototipo de la diva extravagante,
fue famosa por sus joyas y su ostentoso automóvil

La Preciosilla, luciendo aquí algunos de sus diamantes,
fue una cupletista de talento discreto pero gran belleza

Según contó Consuelo (nos atendremos a su versión, que para algo este blog está dedicado a ella) el 27 de octubre de 1913 se encontraba en Madrid, alojada en el hotel Palace. Tras una corta temporada de descanso, se disponía a salir esa misma noche en el sudexpress rumbo a París primero y más tarde a San Petersburgo, donde tenía un contrato que cumplir. Siempre según su versión, recibió una nota del joyero Lacloche que quería verla antes de su partida para ofrecerle "una pareja de brillantes muy interesantes".
Este joyero, judío de origen francés, formaba parte de una prestigiosa saga, los Lacloche Frères (Fernand, Jacques, Jules y Leopold), establecidos en Madrid desde 1875 y a los que les fueron tan bien las cosas que más tarde ampliarían el negocio, abriendo tiendas en San Sebastián, Biarritz, París y Londres. Su tienda de Madrid, en la calle Sevilla, era considerada como una de las más importantes y novedosas joyerías de España, y a ella acudían no sólo cupletistas sino también damas de la alta burguesía y de la aristocracia.

Fachada de la tienda que los Lacloche Frères abrieron en 1911
en el número 2 de Bond Street en Londres

Siendo como era la joyería de moda, Fornarina ya había adquirido allí anteriormente algunas de sus alhajas y, por tanto, accedió a recibir a Lacloche en el Palace a unas horas un tanto intempestivas. Es de suponer que ante clientes de importancia un joyero se trasladaba a donde fuese preciso y a la hora que fuera necesario. Nada podía obstaculizar un buen negocio.
Lacloche llegó al Palace a las 6 de la tarde y le enseñó a Consuelo una pareja de pendientes con unos pedruscos de gran tamaño. Unas piezas realmente excepcionales, tanto como su precio: 35.000 pesetas de 1913. Consuelo regatea -era de esperar- y el precio baja a 33.000. En esos momentos no lleva encima tanto dinero en metálico y además ya es de noche y, con la luz artificial del interior del hotel, no se puede apreciar bien la calidad de los diamantes. Lacloche llega a un acuerdo con Consuelo: se puede quedar los pendientes, sin compromiso, para verlos a la luz del día y decidir si le convienen. Daría en pago, eso sí, esa misma noche, unos solitarios(1) y un collar ya comprados a Lacloche y tasados por éste en 23.500 pesetas, y el resto se pagaría en cash, sacando Consuelo 9.500 pesetas de su cuenta del Crédito Lyonés esa misma tarde.
Hasta ahí, todo bien. Lacloche se va con los solitarios y el collar más las 9.500 pesetas en metálico en el bolsillo. Fornarina mete los pedruscos en la maleta y parte hacia París, olvidando de momento el asunto. Pero ¡ah!, dieciséis horas después y ya en Hendaya, llega la mañana y con ella la luz del día, tamizada y gris, pero luz natural al fin y al cabo. Y esa luz inmisericorde muestra a Consuelo unos pedruscos enormes, sí, pero "de mucho color, desiguales y mal tallados". No valen, ni por el forro, las 33.000 pesetas que se pretenden. Al llegar a París las lleva a un tasador y se entera de varias cosas: que su valor no llega a las 13.000 pesetas y que son el resultado de un lote de 500 carats, procedentes del tesoro de Abdul Hamid que se subastó en París, y del que resultaron un tipo de brillantes que en la capital francesa nadie quería por su exceso de color e imperfecciones. Pero lo que allí nadie quiere bien podría colar en países meridionales, donde al parecer no son tan tiquismiquis con dichos detalles. Fornarina descubre así el engaño e inmediatamente le pone un telegrama a Lacloche diciéndole que deshace el trato al sentirse perjudicada y le pide la inmediata devolución de sus alhajas y del dinero en metálico. Lacloche, por supuesto, no sabe y no contesta.


En tiempos sin teléfono móvil ni internet, el telegrama era el medio
más rápido y eficaz de comunicación

Fornarina regresa precipitadamente a Madrid y, de nuevo, se deja embaucar por el joyero. Éste le dice que ya no tiene sus joyas, que las vendió, que no dispone de dinero en metálico y que, a cambio de los malhadados pedruscos, le ofrece un collar y unos pendientes fetén, por valor de 45.000 pesetas. Y todo esto, de nuevo con nocturnidad y alevosía. Consuelo, que no aprende, se lleva el collar y los pendientes para tasarlos al día siguiente y se encuentra con un nuevo fraude: no llega su valor a las 25.000 pesetas. A estas alturas ya nadie sabe muy bien qué es lo que está pasando allí, ni siquiera la misma Consuelo, así que se lleva el collar y los pendientes a la Dirección General de Seguridad y los deposita en manos del mismísimo director, el Sr. Méndez Alanís, a la sazón amigo o al menos conocido de la artista.
El joyero, al ver perdidas sus joyas, pone el grito en el cielo, con un "sacré bleu" o un "maldita sea", porque el hombre era bilingüe y de cierta cultura. Y a continuación del grito, pone una denuncia. La denuncia sigue su curso y llega a los tribunales con inusitada celeridad, seguramente bajo la presión de las declaraciones en prensa de Fornarina que, siento decirlo, llega a calificar al joyero de "ese tío judío" y lo define como un "vivo" y un fantástico que lleva una "vidita de juerga con unas y con otras". Lo del antisemitismo no tiene disculpa -aunque era algo bastante común en la sociedad de la época-, pero sí es cierto lo de la vida disipada ya que, al parecer, Lacloche estaba pasando por una temporada difícil, con muchos gastos y una falta de crédito que estaban poniendo en peligro su negocio. Además ya había tenido algún que otro desencuentro con clientas tan importantes como la actriz Julia Fons o la marquesa de Viana.


Para joyas, las de la Bella Otero: se las jugó todas
en los casinos de Niza y Montecarlo...

El caso Lacloche-Fornarina llegó a los tribunales y el relato del esperpéntico juicio dice mucho de la falta de medios de la justicia en la España de 1913 (cien años después, la situación no ha mejorado mucho). Fornarina, la demandada, es asistida por su guapísimo letrado, Fernando Guitart, y aparece en la Casa de los Canónigos impecablemente ataviada, elegante pero sobria, dejando por los pasillos tras de si la estela de su perfume. Los ujieres y escribientes se asoman y cuchichean: "¡Recórcholis, qué guapa!", mientras ella, impaciente, golpea con sus pies contra el suelo el compás del cuplé de "La Martinica". Tras las declaraciones de demandante y demandada, hay un careo, interminable, en el que no se llega a ningún acuerdo entre las partes. Pasa el tiempo, se hace de noche y "el amanuense, dirgiéndose al señor juez, lanzó una afirmación categórica: -¡Nos quedamos a obscuras!". Y no era una frase de sentido figurado ni una metáfora sobre la falta de entendimiento de las partes, no, tratábase de la verdad pura y dura, porque el pobre hombre no se veía ya ni los dedos de las manos y en el vestusto edificio, todavía sin luz eléctrica, no fueron capaces de encontrar "ni un quinqué de petróleo, ni una vela...". Alguien salió zumbando a buscar unas bujías y, entre la oscuridad y la luz, al joyero y a la cupletista se les quitaron las ganas de seguir discutiendo. El juez da por terminada la diligencia y, bajo la trémula luz de una sencilla bujía prestada, insta a los careados a firmar el acta. No hay avenencia, así que vuelvan ustedes mañana.

Portada de ABC del 29 de noviembre de 1913, en la que aparecen
Fornarina y su abogado, Fernando Guitart

Al final -que siempre hay un final para todo, incluso para los procesos judiciales en España- y, tras una tasación pericial hecha por los joyeros Henry Vignan y Linaceroso, se llega a la conclusión de que, efectivamente, las joyas depositadas en Jefatura valen menos de 29.000 pesetas (muy lejos de las pretendidas 45.000) y que los ya célebres pedruscos valen exactamente 19.650 pesetas. Así las cosas el juez de instrucción Felipe de Santiago Torres, dicta el auto de procesamiento y ¡prisión provisional! contra el infeliz joyero. Se tiene en cuenta, además, la forma en que se realizó la venta, de noche, con luz artificial, con prisas y contando con la falta de conocimientos sobre el tema que se le suponía a la cupletista. Y ésta pasa así de demandada a víctima y el joyero de demandante a imputado.

Exquisito broche de la casa Lacloche, años 30, con zafiros,
zafiros rosas, esmeraldas, citrinos y... diamantes

Se le impone a Lacloche una fianza de 3.000 pesetas, que suponemos sería pagada por alguno de sus hermanos. La familia es la familia y está para algo. Y para hacerle justicia al señor Lacloche, al menos un tipo de justicia histórica y casi poética, hay que decir que su casa se hizo muy famosa en las décadas de los años 20 y 30 con sus exquisitos diseños art decó, que alcanzaron fama mundial.

Fornarina se quejó amargamente de haber sido demandada por algo de lo que no era culpable y llevada ante un juez, por primera vez en su vida, siendo como era la parte más perjudicada de la historia. En una entrevista que le hizo el Duende de la Colegiata, aparece en las fotografías con un impresionante mantón de armiño y un sombrerito adornado con una pluma de longitud desorbitada. Hay en sus quejas ante el periodista una nota falsa, un algo de capricho, de berrinche de niña mal acostumbrada. Parece haber olvidado sus más que modestos comienzos en el espectáculo, y no digamos su vida anterior, entre el lavadero y la prostitución callejera. Nada queda de aquella chiquilla miserable en esta dama cubierta de diamantes, pieles y plumas de pavo real. O acaso sí, acaso es precisamente esa chiquilla maltratada por las circunstancias de sus orígenes la que se queja, la que, por primera vez en su vida, se permite el lujo de una pataleta. El lujo del brillo de unos pedruscos... de pega.


(1)Estos solitarios eran un "recuerdo sentimental" para Fornarina y le costó mucho desprenderse de ellos, aunque luego volvieran a sus manos. Acaso se trataba de un regalo de Cadenas, brillantes testigos de tiempos mejores que, en este caso, no volverían nunca más.


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